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La política del odio: cuando el debate se convierte en destrucción  -  por cronywell

La política del odio: cuando el debate se convierte en destrucción

Es una verdad incómoda, pero innegable: la política ha tocado fondo. Lo que debería constituir el escenario natural del debate, el intercambio de ideas y la construcción de proyectos para el bien común, se ha degradado hasta convertirse en un ring donde la única regla es golpear más fuerte que el adversario.

El fenómeno no es nuevo, pero su intensidad actual resulta alarmante. Las campañas políticas han abandonado casi por completo la discusión de propuestas concretas para refugiarse en una estrategia más simple y, lamentablemente, más efectiva: la del miedo. Ya no se trata de convencer al electorado con programas detallados o soluciones viables a los problemas cotidianos. El nuevo manual dicta una fórmula más primitiva: "No votes por mí porque sea bueno, vota por mí porque el otro es peligroso".

El vaciamiento ideológico

Las dos fuerzas mayoritarias del espectro político —aunque no son las únicas responsables de esta deriva— han hecho de la polarización su principal activo electoral. Mientras tanto, las grandes discusiones que deberían ocupar el centro del debate democrático han desaparecido del radar: ¿qué modelo económico necesita el país?, ¿cómo garantizar justicia social?, ¿qué estrategias adoptar frente al cambio climático?, ¿cómo fortalecer los derechos ciudadanos?

Estas preguntas, esenciales para el futuro de cualquier sociedad, han sido sepultadas bajo una avalancha de eslóganes agresivos, ataques ad hominem y campañas de desinformación. El resultado es un discurso público empobrecido que arrastra consigo la calidad de la propia democracia.

Cuando el adversario se convierte en enemigo

La crítica política no solo es legítima, sino necesaria. Forma parte del ADN democrático y cumple una función de control y equilibrio indispensable. El problema surge cuando esa crítica trasciende los límites de lo político y se adentra en territorio personal, cuando el oponente deja de ser visto como alguien con ideas diferentes para ser percibido como un enemigo que debe ser aniquilado.

Esta dinámica no solo normaliza el odio, sino que lo institucionaliza. Se fomenta el rechazo visceral, se alimenta la desconfianza mutua y se fractura el tejido social en bandos aparentemente irreconciliables. El daño trasciende el ámbito político para instalarse en el corazón mismo de la convivencia ciudadana.

El costo ciudadano

¿Qué obtiene el ciudadano común de esta batalla campal? La respuesta es desalentadora: frustración, desencanto y una creciente desafección hacia la política como herramienta de cambio. Muchos han perdido la fe en el sistema; otros acuden a las urnas movidos no por la esperanza, sino por el temor. Ninguna de estas actitudes nutre una democracia saludable.

La paradoja es cruel: mientras la política se degrada, los problemas reales persisten sin soluciones. La pobreza, la inseguridad, la crisis educativa o el deterioro de los servicios públicos esperan respuestas que nunca llegan, sepultadas bajo el ruido ensordecedor de la confrontación estéril.

El círculo vicioso

Lo más preocupante es que este modelo funciona. Por eso se perpetúa. Mientras el odio movilice más electores que las ideas, mientras los medios de comunicación privilegien el conflicto sobre el análisis, mientras los líderes encuentren en la confrontación un atajo más rentable que el diálogo, la espiral descendente continuará.

Los incentivos del sistema parecen diseñados para premiar lo peor de la naturaleza humana y castigar lo mejor. En este contexto, el político que apuesta por la moderación, el consenso y la construcción colectiva corre el riesgo de ser percibido como débil o irrelevante.

Señales de esperanza

Sin embargo, no todo es pesimismo. Aún existen voces que reivindican la política con mayúsculas: aquella que se sustenta en la ética, se nutre de propuestas concretas y se ejerce con respeto hacia el adversario. También persisten ciudadanos que exigen una forma diferente de hacer política, que se niegan a ser rehenes del miedo y la manipulación.

Quizás el cambio no provenga de las cúpulas partidarias, sino de la base social. Tal vez sean los ciudadanos organizados, las organizaciones de la sociedad civil y los líderes locales quienes tracen el camino hacia una política más constructiva y menos destructiva.

El verdadero termómetro democrático

Al final, una democracia no se mide por la cantidad de votos que obtiene cada partido, sino por la calidad de sus debates, el respeto hacia las diferencias y la capacidad colectiva de construir soluciones. Mientras estos elementos sigan ausentes, todo lo demás será, efectivamente, chatarra política.

La elección está en nuestras manos: seguir alimentando el monstruo del odio o recuperar la política como instrumento de transformación social. El futuro de la democracia depende de esta decisión colectiva.

Publicado el 10/09/2025 » 16:53   |